Al
poco de amanecer, desde la barandilla del barco, contemplé cómo nos acercábamos
a la ciudad de la que tanto me habían hablado, destacando su belleza. Como cosa
natural, me había forjado una imagen de ella, tal vez idealizándola y
transformándola en un lugar de ensueño. Desde mi mirador vislumbre los altos y
modernos edificios apostados al borde de la bahía y comenze a sentir una
pequeña frustración en mis expectativas.
Cartagena de Indias |
No
obstante, y tal como lo habíamos planeado, nos dispusimos a bajar del barco y
realizar una visita guiada. El tiempo de permanencia en puerto era muy escaso y
deseábamos recorrer la mayor parte de las calles y parajes de la ciudad.
Cuando,
en el autobús, salimos de las instalaciones portuarias, empezamos a recorrer
calles de pequeña anchura con pequeñas casas de
modesta construcción apostadas a ambos lados de sus aceras. En sus
puertas, hombres y mujeres de todas las edades se aprestaban a comenzar la
jornada saboreando jugosas frutas. Entremezclados con los coches, pequeños
vehículos arrastrados por pedales transportaban enseres y mercancías
compitiendo con pequeñas y muy antiguas camionetas. No sé, pero pese al intenso
calor húmedo que a esa hora ya era bastante incomodo, comencé a sentir algo
diferente, algo que me hacía sentir bien en aquel lugar.
Continuamos
el recorrido deteniéndonos en la fortaleza de San Felipe situada en un lugar
elevado desde la que contemplamos diversas vistas de Cartagena y sus
alrededores, para a continuación dirigirnos a la ciudad amurallada o ciudad
antigua a la que nos acercamos por un largo paseo bordeado por el mar.
Fortaleza de San Felipe |
Una
vez en ella, pudimos disfrutar de sus elegantes edificaciones coloniales,
adornadas con artísticas balconadas repletas de flores que flanqueaban en sus
aceras las calle en las que vendedores y vendedoras de frutas tropicales como
papayas, mangos, piñas, y un sinfín de ellas, llenaban de colorido el entorno.
Pequeñas plazas presididas por iglesias y una cuidadosa conservación del lugar
dotaban de una especial belleza este
rincón.
Casas coloniales |
Vendedores de frutas |
Plazas con sus iglesias |
Y en
medio de todo, sus gentes, aparentemente dotadas de otra actitud, sin prisas,
enormemente relajadas. Me sorprendió cómo los pocos vehículos que nos
encontrábamos soportaban, con enorme paciencia, el a veces caótico caminar de
los viandantes delante de ellos.
Sus gentes |
Abandonamos
con tristeza este lugar, pues nos hubiera gustado disfrutarlo más tiempo y
volvimos a recorrer otro tramo del paseo junto al mar.
Pasamos
por sus playas, en un entorno donde las edificaciones a un lado y al otro la
orilla del mar con su blanca arena y sus pequeñas zonas de vegetación y
palmeras presentaban un contraste agradable y pintoresco. En ese lugar nos
adentramos en la ciudad nueva. Altos edificios, hoteles lujosos, y calles con
más intensa circulación no nos hicieron perder el sabor tan especial que nos
venía causando la visita. El mar Caribe, siempre el mar Caribe, bañando su
entorno, nos había impregnado de la belleza de la ciudad y sus gentes. El mar
Caribe nos iba a despedir de ella, pero antes, asomado de nuevo a mi mirador y
contemplando de nuevo su bahía, sentí que tal vez me hablaron de su belleza
pero no me advirtieron de su hechizo. Y yo, hechizado, solo deseé volver.
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