domingo, 30 de diciembre de 2012

Cartagena de Indias

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Al poco de amanecer, desde la barandilla del barco, contemplé cómo nos acercábamos a la ciudad de la que tanto me habían hablado, destacando su belleza. Como cosa natural, me había forjado una imagen de ella, tal vez idealizándola y transformándola en un lugar de ensueño. Desde mi mirador vislumbre los altos y modernos edificios apostados al borde de la bahía y comenze a sentir una pequeña frustración en mis expectativas.
Cartagena de Indias

No obstante, y tal como lo habíamos planeado, nos dispusimos a bajar del barco y realizar una visita guiada. El tiempo de permanencia en puerto era muy escaso y deseábamos recorrer la mayor parte de las calles y parajes de la ciudad.
Cuando, en el autobús, salimos de las instalaciones portuarias, empezamos a recorrer calles de pequeña anchura con pequeñas casas de  modesta construcción apostadas a ambos lados de sus aceras. En sus puertas, hombres y mujeres de todas las edades se aprestaban a comenzar la jornada saboreando jugosas frutas. Entremezclados con los coches, pequeños vehículos arrastrados por pedales transportaban enseres y mercancías compitiendo con pequeñas y muy antiguas camionetas. No sé, pero pese al intenso calor húmedo que a esa hora ya era bastante incomodo, comencé a sentir algo diferente, algo que me hacía sentir bien en aquel lugar.
Continuamos el recorrido deteniéndonos en la fortaleza de San Felipe situada en un lugar elevado desde la que contemplamos diversas vistas de Cartagena y sus alrededores, para a continuación dirigirnos a la ciudad amurallada o ciudad antigua a la que nos acercamos por un largo paseo bordeado por el mar.

Fortaleza de San Felipe

Una vez en ella, pudimos disfrutar de sus elegantes edificaciones coloniales, adornadas con artísticas balconadas repletas de flores que flanqueaban en sus aceras las calle en las que vendedores y vendedoras de frutas tropicales como papayas, mangos, piñas, y un sinfín de ellas, llenaban de colorido el entorno. Pequeñas plazas presididas por iglesias y una cuidadosa conservación del lugar dotaban de una especial  belleza este rincón.

Casas coloniales

Vendedores de frutas
Plazas con sus iglesias

Y en medio de todo, sus gentes, aparentemente dotadas de otra actitud, sin prisas, enormemente relajadas. Me sorprendió cómo los pocos vehículos que nos encontrábamos soportaban, con enorme paciencia, el a veces caótico caminar de los viandantes delante de ellos.   



Sus gentes




Trajes tipicos

Abandonamos con tristeza este lugar, pues nos hubiera gustado disfrutarlo más tiempo y volvimos a recorrer otro tramo del paseo junto al mar. 
Pasamos por sus playas, en un entorno donde las edificaciones a un lado y al otro la orilla del mar con su blanca arena y sus pequeñas zonas de vegetación y palmeras presentaban un contraste agradable y pintoresco. En ese lugar nos adentramos en la ciudad nueva. Altos edificios, hoteles lujosos, y calles con más intensa circulación no nos hicieron perder el sabor tan especial que nos venía causando la visita. El mar Caribe, siempre el mar Caribe, bañando su entorno, nos había impregnado de la belleza de la ciudad y sus gentes. El mar Caribe nos iba a despedir de ella, pero antes, asomado de nuevo a mi mirador y contemplando de nuevo su bahía, sentí que tal vez me hablaron de su belleza pero no me advirtieron de su hechizo. Y yo, hechizado, solo deseé volver.    

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